Leandro Area.-Venezuela es un
espejo roto que se esparce sobre una geografía inconclusa. Sobre ella pastamos
sin sentido de pertenencia u orientación. No existe destino colectivo a la vista;
norte mínimo común. Hay reflejos que se asoman por aquí o por allá; estímulos y
respuestas que se producen bajo la dieta de un exiguo mercado espiritual que
obliga simplemente a sobrevivir. Así, sin ruta común, deambulamos por la cuneta
de una autopista inexistente. Cada quien, a su forma, satisface los más íntimos
apremios sin vocación expresa en un silencio de desesperanza. Mas en el fondo
bulle una voz que aún no encuentra horizonte. Es un rumor casi sordo, pertinaz
y creciente, que todavía balbucea sin convertirse en torrente de voz. Así
andamos, en íntimo ladrido, aullándole a la luna.
Y no es que seamos así por fuerza
del destino. Está visto que un solo hombre que no encuentra quien le diga que
no, es capaz de cualquier tropelía. Un solo dedo, de ese solo hombre, puede
pulsar el botón capaz de acabar con la faz de la tierra. Sin freno, desbocado
como un potro sin bridas, puede convertir en infierno la vida diaria de cada
quien. Y esto no es cuento chino, a las pruebas cercanas me consigno.
Esta impresión que tengo ha sido
posible en nuestro caso por la conjunción especialísima de múltiples
circunstancias. Primero que nada porque somos un territorio sin ciudadanos, sin
instituciones y sin derecho. ¿Alguna vez lo anduvimos? Y si lo fuimos, qué
pronto dejamos de serlo. Porque no puede ser que por las buenas, así no más y
de la noche a la mañana, hayamos echado por la borda lo que tanto nos costó,
suponíamos, construir. ¿Era no más un friso entonces, la mano de pintura
decembrina, un encuadernamiento, carpeta en la cual se escondía esto que
volvemos a ser, es decir incultos, sumisos y desorientados?
Pero no es ese el país que escogí
ser. ¡Qué vaina! Ese no es el destino que me debo, que requiero para los míos y
para los demás, vidriero roto flotando sobre un mar de petróleo. Este es no es
el límite perentorio que insisten en imponer los que se pillaron el país como
si de caja registradora que no emite recibos se tratara. Estamos apremiados de
horizonte común, de camino, de compartir las cargas que dejará este crimen que
ya dura tantos años, que deben ser contados por la memoria de nuestra historia,
segundo a segundo, para que no se olviden.
A pesar, en lo que no debemos
desfallecer es en comunicar la ilusión que nos queda en la política. Que es a
través de ella, con ella, por ella, que podemos cambiar la realidad. Que la
política no es vara mágica pero sí punto de apoyo para mover el mundo, abrir
una ruta, sudar una esperanza. Por eso Venezuela requiere de mujeres y hombres
que sean país; líderes, ciudadanos, amas de casa, gente con alma constructora,
luchadores de barrio, jugadores de trompo o de chapita, que en cada rincón de
esta locura siembren un corazón más que petróleo. De eso se trata, de educar
para el alma que es un horizonte desmedido.
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